Humo
No llamaba la atención, excepto por el pañuelo que llevaba en el cuello. No era ni elegante ni lindo, pero se hacía notar.
Bailaba ella y bailaba el pañuelo, de un blanco gastado y un negro arratonado, de nudos desarmados y vueltos a armar y de lluvias, vientos y soles vividos.
Poca noche, tenía el pañuelo, pero calle le sobraba. Y ella no era ella sin él. Era liviano sobre sus hombros y cálido sobre su cuello.
Bailaba el pañuelo y bailaba ella.
Tenían sed, ambos, y con esa excusa, se acercaron al chico que estaba apoyado sobre la barra. Haciendo de cuenta que no lo habían visto, se estiraron al lado suyo y le pidieron al barman un vaso de agua.
El chico de al lado les puso la mejor de sus sonrisas y les preguntó algo que no entendieron.
-Perdón?
-Que si te puedo pedir un favor enorme.
Mientras lo decía se acomodó una de las rastas, y volvió a sonreir. Por el brillo, se sintió como si se hubiera hecho de día en una milésima de segundo.
"Depende cual sea el favor..."; el pañuelo le tiraba letra y ella repetía, confiada.
-Como te llamas?
-Clara -eso lo respondió sin ayuda.
-Clara. Si me conseguís un pucho, no me olvido nunca más de tu nombre.
Sonrió de nuevo. Parecía no poder parar de hacerlo. Le hablaba demasiado cerca, como refugiandose de los ruidos del lugar.
-No fumo.
-Y tus amigos?
-Tampoco.
-Sos divina. Perdón, te lo tenía que decir. Tu pañuelo se hizo notar toda la noche -si hubiera podido, se hubiera sonrojado, él que se hacía el duro. -No me quería acercar antes, por si tus amigos se ponían celosos. Pero ya que viniste...
-Gracias. Perdoná, nos tenemos que ir.
Casi que tenía vida propia, el pañuelo. Ella hablaba en plural sin darse cuenta y señalaba a sus amigos, para disimular.
-Si querés te compro algo para tomar -el chico era insistente, además de lindo, y a ella le costaba negarse. Un zumbido en el oído la bajó a la Tierra otra vez.
-No tomo, pero gracias.
Con una mueca, casi una sonrisa, se dio vuelta y volvió con sus amigos. Estaban buscando sus abrigos para irse, pero no parecían tener apuro. Les pidió que la esperaran un minuto, y siguiendo una brasa, se deslizó sigilosa hasta el fondo del lugar. Siguió tras la brasa hasta que los perdió de vista. El pañuelo parecía contarle un plan que ella llevaba a cabo a la perfección.
-Disculpá, tenés fuego?
El ente portador de la brasa frenó en seco y se dio vuelta. La miró de arriba a abajo, escéptico. Sacó un encendedor del bolsillo y lo prendió.
-Y qué prendo?
-Ah, eso, también. No tendrás un pucho?
Sonrió de costado, casi maliciosa. No pudo evitarlo. Se acomodó el pañuelo, después el pelo, y puso cara de nena buena.
-Te lo merecés?
Lo que le faltaba; tener que actuar para conseguir algo que ni siquiera sabía usar. "Quién me manda?" pensó.
-Por supuesto. La más grande de las sonrisas, falsas, claro, las que mejor le salían, dibujó sus facciones y parece, dió resultado. En ese momento nació una nueva brasa. Ella, misión cumplida, giró sobre sus talones y la guió hasta sus amigos. Les dijo que estaba lista.
Caminaron hacia la puerta.
Hizo una pasada por al lado de la barra, humo en mano, estiró el brazo y el dueño de las rastas pareció derretirse y convertirse en una masa gelatinosa mientras estiraba el suyo para recibirlo.
Sin decir una palabra, con un gesto que rozaba entre la autosuficiencia y la arrogancia, ella y el pañuelo siguieron su camino y llegaron a la puerta, su destino final.
Cruzaron.
Sus amigos la esperaban afuera.
-Que fue eso?
Suspiró.
-Es que... era tan lindo.